Joaquín Sabina: una historia de amor incondicional (La Nación)
Inexorablemente, cualquier análisis sobre una actuación del andaluz Joaquín Sabina tiene que partir de la base del inmenso amor y la profunda empatía que el cantante ha generado con el público de la Argentina. "El mejor piropo que pueden decirme es que soy un porteño más", dijo promediando el show del Luna Park, en una situación de "gallego" vecino del barrio que sólo es equiparable por aquí a la de Joan Manuel Serrat. Funciones en Rosario, Córdoba, San Juan, Mar del Plata y Neuquén, y once fechas en el Luna Park, que se garantizan colmadas, hablan más de quienes lo admiran que de él mismo, porque van a encontrarse con un viejo amigo atorrante que, a fuerza de años y de sacudones, ha decidido bajarle algunos decibeles a la vida. Incluso en este retorno al trabajo en solitario -después de aquellos tiempos de dúo con su "primo", el catalán Serrat- se lo ve más sobrio, sin los excesos por momentos misóginos y algo vulgares que mostraba en esas épocas, y por tanto muchísimo mejor como artista.
Joaquín Sabina es una marca registrada. Es una manera personal de escribir letras, casi todas con músicas de sus compañeros de años Antonio García de Diego y Pancho Varona, con rimas voluntariamente cacofónicas y metáforas graciosas, con una mirada algo escéptica sobre el amor romántico y con constantes citas a las trampas y a los excesos. Es también un modo de cantar, con su inconfundible voz cascada; "Esta es la única banda del mundo donde todos los músicos cantan mejor que el cantante principal, pero así es el mercado", dijo riéndose de su propia dificultad. Y Sabina es esa mezcla de sonido andaluz que aparece por todos lados, un toque rocanrolero a la española, una fuerte influencia de la ranchera mexicana y la impronta de la modalidad de cantautor que coloca, siempre, a la voz y a los textos bien al frente.
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